20 enero 2010

El Sacramento de la Reconciliación y la Misericordia de Jesús

El padre Marcelino Iragui relata que un joven, que llevaba dos años en compañía de drogadictos y alejado de su familia y de la Iglesia, volvió un día a casa de una tía suya muy enfermo. Cuando se recuperó, ella lo llevó a un retiro y él dio así su testimonio: Yo vine al retiro bien provisto de drogas, pero deseoso de cambiar de vida. Desde el primer día, pude sentir la presencia y el amor de Jesús. Por la noche me arrodillé al pie del crucifijo y deposité mis drogas ante la cruz y le dije a Jesús: "Señor, yo creo que tú has entrado en mi corazón para cambiar mi vida. Aquí dejo esto. Si lo necesito de nuevo, ya te lo pediré".

Al día siguiente, hice una confesión de toda mi vida y me sentí tan alegre que fui corriendo al crucifijo y le dije a Jesús: "Señor, si tú estás conmigo, ya no necesito estas porquerías". Y destruí las drogas. Más tarde, el Señor me llenó de su Espíritu y con su gracia he podido ayudar a otros jóvenes con problemas semejantes.
Una señora decía: Yo había frecuentado los sacramentos por unos 30 años sin notar cambio en mi vida. Seguí con los mismos fallos, el mismo sentido de culpa. Solía pensar que la misa y confesión, acaso fuesen útiles para otros tiempos o para otras personas, pero no para mí. Ahora no me canso de dar gracias a Dios. Me confesé el último día del retiro, antes de la misa, con lágrimas de dolor y gozo. Y esta confesión lo cambió todo. Estos tres meses transcurridos, el Señor me ha llevado de victoria en victoria. Me encuentro libre de mis antiguos pecados de impureza, masturbación, rencor… Me siento una persona nueva, libre de tensiones y con un gran deseo de vivir una vida santa y útil a los demás.
A veces, la confesión no produce su efecto, porque nos confesamos por rutina y costumbre; pero, cuando descubrimos el amor de Jesús y nos decidimos a amarlo, entonces todo cambia en nosotros y descubrimos que la confesión es un medio maravilloso de liberación y una fuente inmensa de amor y de alegría.
Relata Chateaubriand en su libro Memorias de ultratumba que, siendo niño, se fue a confesar varias veces sin querer decir un pecado, porque tenía vergüenza. Pero no estaba tranquilo. Por fin, un día se atrevió a confesarlo y dice:
Yo no tendré jamás en mi vida un momento semejante. Si me hubiese quitado de encima el peso de una montaña, me habría aliviado menos; lloraba de felicidad. Me atrevo a decir que fue el día en que se formó en mí un hombre honrado; comprendí que no habría podido vivir con remordimiento. ¿Cuál no será el remordimiento del criminal, si yo tanto he sufrido por haber ocultado las debilidades de un niño?
Al terminar, fui a abrazar a mi madre, que me aguardaba al pie del altar. Y al presentarme delante de mis maestros y camaradas, llevaba la frente alta y el aire radiante; marchaba con paso ligero, satisfecho del triunfo de mi arrepentimiento.
Se fue a confesar un niño gitano por primera vez. Tenía siete años y estaba un poco nervioso. El sacerdote trató de darle confianza, diciéndole que Jesús lo esperaba para abrazarlo, porque Jesús era el que perdonaba sus pecados. Le dijo que estaba vestido con alba y estola, porque representaba a Jesús, que era el que perdonaba. Pues bien, terminada la confesión, el pequeño gitanillo se fue corriendo hacia el crucifijo grande de la iglesia y lo besó y lo abrazó diciendo: Gracias, Jesús. Aquel niño había comprendido que el que perdona es Jesús.
La confesión es uno de los mejores medios para liberarnos del peso del odio y reconciliarnos con Dios, con nosotros mismos y con los demás. El catecismo de la Iglesia católica lo presenta, junto con la unción de los enfermos, como un sacramento de curación. La confesión, ciertamente, nos sana de muchos sentimientos negativos y nos libera de muchos pesos insoportables que, a veces, podemos llevar durante años.
Es muy agradable escuchar las palabras que Jesús dirige a cada uno, como le dijo al paralítico: Hijo mío, tus pecados te son perdonados (Mc 2, 5). No importa cuán grandes o graves sean nuestros pecados. Dios es más grande que nuestros pecados y siempre está dispuesto a perdonarnos y a arrojar nuestros pecados a lo profundo del mar (Miq 6, 19). Y no sólo eso, siempre quiere sentir la gran alegría de perdonarnos y poder celebrar por nosotros una gran fiesta en el cielo, como dice en el Evangelio.
No olvidemos que la confesión, no solamente nos reconcilia con Dios, sino también con los hermanos a quienes hemos ofendido; igualmente nos reconcilia con nosotros mismos; y también nos reconcilia con la Iglesia, es decir, con todos los hermanos de quienes estábamos, de alguna manera, alejados al alejarnos de Dios por el pecado grave (Cat 1469). La conversión implica a la vez el perdón de Dios y la reconciliación con la Iglesia, que es lo que expresa y realiza litúrgicamente el sacramento de la penitencia y de la reconciliación (Cat 1440).
Es cada vez más común encontrarse con quienes dicen realizar sus confesiones en forma directa con Dios, pues ven en el sacerdote sólo la figura humana, olvidando que también son quienes representan y intermedian con nuestro Señor Jesucristo, para obtener el perdón y reconciliación con Dios, puesto que esto es designado por Él.
La institución del sacramento de la confesión por Jesucristo aparece claramente en el Evangelio de San Juan. Cristo resucitado da poder a los apóstoles para perdonar pecados en nombre de Dios. Al conferir el sacramento de la confesión, la Iglesia ha sido fiel a Jesucristo desde el principio. Juan 20,19-24 dice: "Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros.» Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: «La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío.» Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.»
Es importante notar que Jesús vinculó la Confesión con la Resurrección (su victoria sobre la muerte) con el Espíritu Santo (necesario para creer y actuar con poder) y con los apóstoles (los primeros sacerdotes).
Entonces nos confesamos con un sacerdote por obediencia a Cristo. Es Dios quien perdona y tiene potestad para establecer los medios para otorgar el perdón.
También es importante tener en cuenta que Cristo no ha venido al mundo para juzgar, sino para el perdón de nuestros pecados. Él busca en nosotros un verdadero arrepentimiento por nuestras faltas para derramar su Misericordia infinita, permitiendo así nuestra salvación y el triunfo de la vida sobre la muerte a la que lleva el pecado.
Todos los pecados, por más graves y excesivos en cantidad que sean, serán perdonados si nos arrepentimos de verdad y recurrimos a la fuente de la Misericordia de Jesús, por medio de la Confesión. Jesús mismo lo reveló a Santa Faustina, apóstol de la Divina Misericordia, diciendo:
“En cada alma cumplo la obra de la Misericordia, y cuanto mas grande es el pecador, tanto mas grande es el derecho que tiene a Mi Misericordia. Quien confía en Mi Misericordia no perecerá porque todos sus asuntos son Míos y los enemigos se estrellarán a los pies de Mi escabel.” Y aquí queda claro que el buscar el perdón y reconciliarse con Dios es fuente de vida, de un espíritu vivo y feliz, porque Él estará viviendo en nosotros y así nada que no sea Su Santa Voluntad nos sucederá, en cambio, el no arrepentimiento de los pecados nos predispone a seguir cometiéndolos, hundiéndonos cada vez más.
“Me queman las llamas de la Misericordia, deseo derramarlas sobre las almas de los hombres. Oh!, qué dolor Me dan cuando no quieren aceptarlas.” Él desea iluminarnos con Su luz de Misericordia, es Su fuente de alegría y la nuestra también.
“Cuanto más grande es la miseria de un alma tanto mas grande es el derecho que tiene a Mi Misericordia. En la cruz, la fuente de Mi Misericordia fue abierta de par en par por la lanza para todas las almas, no he excluido a ninguna.” Todos, absolutamente todos fuimos tenidos en cuenta al momento en que Jesús derramó Su sangre y agua del costado, fuente de Misericordia, pero Dios nos da el libre albedrío y, en él, la libertad de amar o no, de arrepentirnos o no, de buscar el perdón o no, de darle a Jesús un sí o un no. Somos nosotros los que debemos acercarnos a esta infinita fuente.
“Es en el Tribunal de la Misericordia donde han de buscar consuelo las almas; allí tienen lugar los milagros más grandes y se repiten incesantemente. Para obtener este milagro no hay que hacer una peregrinación lejana ni celebrar algunos ritos exteriores, sino que basta acercarse con fe a los pies de Mi representante y confesarle con fe su miseria y el milagro de la Misericordia de Dios se manifestará en toda su plenitud. Aunque un alma fuera como un cadáver descomponiéndose de tal manera que desde el punto de vista humano no existiera esperanza alguna de restauración y todo estuviese ya perdido. No es así para Dios. El milagro de la Divina Misericordia restaura a esa alma en toda su plenitud. Oh! infelices que no disfrutan de este milagro de la Divina Misericordia; lo pedirán en vano cuando sea demasiado tarde.” Si en el uso de la libertad que Dios nos da, nuestra respuesta es un sí en la búsqueda del perdón, seremos protagonistas de un gran milagro de salvación, pues Dios en su plenitud comenzará a habitar en nosotros e iniciar Su obra. Seremos Su arcilla no sólo para nuestra conversión, sino para nuestra transformación, y eso es un gran milagro. El Tribunal de la Misericordia es sencillamente el confesionario al que, frente a Su representante (el sacerdote), mostraremos con arrepentimiento nuestras faltas. No debemos prejuzgarnos, ocultando faltas por vergüenza o temor, pues estaríamos cometiendo un nuevo pecado por omisión, sino que, por el contrario, debemos poner nuestra fe y confianza en el Amor y Misericordia infinitos de Jesús.
Jesús habla dirigiéndose exclusivamente a nosotros, las almas pecadoras: “No tengas miedo, alma pecadora, de tu Salvador; Yo soy el primero en acercarme a ti, porque sé que por ti misma no eres capaz de ascender hacia Mí. No huyas, hija, de tu Padre; desea hablar a solas con tu Dios de la Misericordia que quiere decirte personalmente las palabras de perdón y colmarte de Sus gracias. Oh!, cuánto Me es querida tu alma. Te he asentado en Mis brazos. Y te has grabado como una profunda herida en Mi Corazón.”
“Mi Misericordia es más grande que tu miseria y la del mundo entero. ¿Quién ha medido Mi bondad? Por ti bajé del cielo a la tierra, por ti dejé clavarme en la cruz, por ti permití que Mi Sagrado Corazón fuera abierto por una lanza, y abrí la Fuente de la Misericordia para ti. Ven y toma las gracias de esta fuente con el recipiente de la confianza. Jamás rechazaré un corazón arrepentido, tu miseria se ha hundido en el abismo de Mi Misericordia. ¿Por qué habrías de disputar Conmigo sobre tu miseria? Hazme el favor, dame todas tus penas y toda tu miseria y Yo te colmaré de los tesoros de Mis gracias.”
Jesús nos llama permanentemente, hace lo imposible por vivir en nuestra alma, quiere que ella sea Su refugio, Su casa, Su pesebre. Y nos da muchísimas oportunidades de salvación y curación. El perdón de nuestros pecados para la reconciliación con Dios, junto con la Eucaristía en la que nos permite participar este perdón, son los mejores doctores para el espíritu. Tantas son las oportunidades que nos da Jesucristo que le ha enseñado a Sor Faustina, para que lo diera a conocer al mundo, el rezo de la Coronilla de la Divina Misericordia, la que nos pide que recemos a las tres de la tarde, la hora de la Misericordia. Incluso dice sobre ella: “Reza incesantemente esta coronilla que te he enseñado. Quienquiera que la rece recibirá gran Misericordia a la hora de la muerte. Los sacerdotes se la recomendarán a los pecadores como la última tabla de salvación. Hasta el pecador mas empedernido, si reza esta coronilla una sola vez, recibirá la gracia de Mi Misericordia infinita. Deseo que el mundo entero conozca Mi Misericordia; deseo conceder gracias inimaginables a las almas que confían en Mi Misericordia.” Y Dios Padre le dijo a Santa Faustina: “Defenderé como Mi gloria a cada alma que rece esta coronilla en la hora de la muerte, o cuando los demás la recen junto al agonizante, quienes obtendrán el mismo perdón. Cuando cerca del agonizante es rezada esta coronilla, se aplaca la ira divina y la insondable Misericordia envuelve al alma y se conmueven las entrañas de Mi Misericordia por la dolorosa Pasión de Mi Hijo.
E instauró la Fiesta de la Misericordia, también por nosotros y para nuestra salvación: “No encontrará alma ninguna la justificación hasta que no se dirija con confianza a Mi Misericordia y por eso el primer domingo después de Pascua ha de ser la Fiesta de la Misericordia. Ese día los sacerdotes han de hablar a las almas sobre Mi misericordia infinita.” “Hija Mía, habla al mundo entero de la inconcebible Misericordia Mía. Deseo que la Fiesta de la Misericordia sea refugio y amparo para todas las almas y, especialmente, para los pobres pecadores. Ese día están abiertas las entrañas de Mi Misericordia. Derramo todo un mar de gracias sobre las almas que se acercan al manantial de Mi Misericordia. El alma que se confiese y reciba la Santa Comunión obtendrá el perdón total de las culpas y de las penas. En ese día están abiertas todas las compuertas divinas a través de las cuales fluyen las gracias. Que ningún alma tema acercarse a Mí, aunque sus pecados sean como escarlata. Mi Misericordia es tan grande que en toda la eternidad no la penetrará ningún intelecto humano ni angélico. Todo lo que existe ha salido de las entrañas de Mi Misericordia. Cada alma respecto a mi, por toda la eternidad meditará Mi amor y Mi Misericordia. La Fiesta de la Misericordia ha salido de Mis entrañas, deseo que se celebre solemnemente el primer domingo después de Pascua. La humanidad no conocerá paz hasta que no se dirija a la Fuente de Mi Misericordia.”
No podemos pedirle más a nuestro Señor Jesucristo, tenemos todas las oportunidades y la libertad de decidir cómo actuar. Su fuente siempre estará abierta a todos, y sería una gran pena que no la aprovechemos.

Tanto la Coronilla de la Divina Misericordia como la Fiesta de la Misericordia, son temas ya desarrollados en este blog.
Santa María del Espíritu Santo, en muchos de sus mensajes nos invita a volver a Dios por medio del Sacramento de la Confesión, de hecho la primera vez que Marcia escucha Su voz la Virgen pide arrepentimiento y conversión, y todos los peregrinos somos testigos de las conversiones que se producen a través de ellas en la plaza. En este mensaje nuestra Madre nos dice:

21- 7 -99 (11:45 HS): (Estaba en mi habitación leyendo cuando escuche en mi interior una voz muy fina y melodiosa)

“Arrepentíos hijos míos, arrepentíos. Convertíos. La venida de mi Hijo está cerca, la venida para el Juicio Final, de lo contrario vosotros os destruiréis. Que la Santísima Trinidad derrame de cada una de sus Personas sus grandísimas Bendiciones y sus maravillosos Dones, para que los hombres seáis uno con el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. Amén, amén y amén."

Y estos pedidos continúan a través de todos Sus mensajes, en los que nos enseña la forma de volver a Dios dándonos una verdadera cátedra con el amor que la caracteriza.

El 6 de julio de 2006, a las 10:30 hs., nuestro Señor Jesucristo se presentó a Marcia diciendo:

“Hija escribid:
Tiempos duros se avecinan. No os durmáis en lo mundano, no podéis decir que sois mis amigos si luego os rehusáis a entender lo que os digo. Mis palabras son simples de entender si las oís desde el mismo corazón. Ofreced todos vuestros sufrimientos uniéndolos a los míos y mi Madre se encargará de adornarlos para ponerlos a mis pies.
Orad por la paz del mundo, pues mi brazo está próximo a caer para cortar de raíz todo lo que ya está corrompido. No esperéis ni un minuto mas, lo que ha de venir será terrible, jamás visto!...
Solo aquellos que se han abandonado en Mi se salvarán y no tendrán nada que temer.
¡Hija mía, mi nada, lo que os digo pasará!
Orad por las almas de los pecadores. Yo, en mi Misericordia os daré la oportunidad de arrepentiros hasta el último segundo antes que acontezca lo avisado.
No temáis y nunca dejéis de confiar que el poder de Dios es más grande.
Satanás tendrá libertad de obrar en el mundo y solo lo seguirán quienes así lo desean. Los justos lo veréis, pero si estáis conmigo, en mi rebaño, nada perturbará vuestra Fe. ¡Sed astutos!
Todo lo que os He dicho solo es una parte de lo que ha de venir… oíd mi voz, pues ésta es la voz que escucharéis antes del fin de los tiempos junto a la de mi Madre.
Os doy Mi Paz”

Por último, es una buena oportunidad para mostrar nuestro apoyo al Documento de Aparecida, realizado en la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, realizado en Aparecida (Brasil) en mayo de 2007, destacando su punto 15º el que dice:
“En esta hora en que renovamos la esperanza queremos hacer nuestras las palabras de S.S. Benedicto XVI al inicio de su Pontificado, haciendo eco de su predecesor, el Siervo de Dios, Juan Pablo II, y proclamarlas para toda América Latina: ¡No teman! ¡Abran, más todavía, abran de par en par las puertas a Cristo!... quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada –absolutamente nada- de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Sólo con esta amistad se abren las puertas de la vida. Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Sólo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera… ¡No tengan miedo de Cristo! Él no quita nada y lo da todo. Quien se da a Él, recibe el ciento por uno. Sí, abran, abran de par en par las puertas a Cristo y encontrarán la verdadera vida.”

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